Quién nos iba a decir que aquello que casi no planificamos nos iba a dejar tan buen sabor de boca ¿No conocéis la Cordillera Cantábrica? pues no sabéis lo que os perdéis.
Y todo surgió como cuando de niño hacías girar ese globo terráqueo que decoraba tu estantería atestada de desordenados libros de texto, diccionarios y cuadernos apilados, con el dedo índice lo detenías bruscamente señalando un punto al azar, y entonces soñabas con visitar aquel lugar alguna vez, cuando fueras mayor.
Eah, pues ya soy mayor y eso que hacía con el globo terráqueo pues ahora lo he hecho con el Google Maps ¿Qué no lo conocéis? pues no sabéis lo que os perdéis.
El puntero del ratón se detuvo en un lugar del norte de España. Somiedo, Somiedo, uhmmmm… qué bien suena Somiedo. Cerré los ojos y pude ver de forma nítida imágenes que había almacenado en mi mente con el paso del tiempo: hayedos, chozas, lagos, cumbres nevadas, aldeas remotas, lobos, arroyos de montaña, oseznos detrás de su madre, hórreos, urogallos, vacas decorando prados pintorescos…
Abrí los ojos y me dispuse a buscar alojamiento, pocas opciones a elegir, casi todo estaba ya reservado por la inminencia de agosto. Busqué aldeas en la zona y conseguí localizar Valle de Lago. Cincuenta y seis casas, siete fuentes, un cementerio, no sé cuántas vacas asturianas de los valles, treinta y dos perros que dormían al raso, gentes de poca palabra, una iglesia y una pantaneta de bella estampa, todo dispuesto a lo largo de una estrecha carretera, de montaña, claro.
Y reservé en lo primero que vi a sabiendas de que me podía equivocar, cuando mucho días después llegamos a la aldea supe que no me había equivocado. Se trataba de una casa de recias paredes anaranjadas, a pie de carretera, de montaña, claro. Acondicionada a modo de alojamiento rural con tres plantas, pues en la de enmedio, ahí, nos alojamos.
Abrí una de las ventanas, la que daba a una peña que teníamos atrás, me asomé y pasó un alimoche volando a escasa altura, tan cerca de mí que pude ver cómo me guiñaba un ojo, me dije… – vaya, qué buen comienzo, qué atentos son por aquí con los turistas. En ese momento, en medio de la euforia, no quise aventurar que veríamos cuando abriese cualquiera de las otras ventanas, las que se asomaban al hayedo, ¿un lobo, un oso, el mismísimo Busgosu, dos machos de urogallo peleando?
Y así, con este buen sabor de boca comenzamos nuestra estancia en estas apartadas montañas del norte de España. Valle de Lago, parroquia del concejo de Somiedo.
Anochecía, había llegado el momento de buscar un sitio para cenar, terminamos sentados a la mesa en un acogedor restaurante, de montaña, claro. Estando en Asturies tendríamos que catar cachopo y eso pedimos, cuando nos lo pusieron por delante nos sorprendió su tamaño 29x19x4cm. Exquisito y jugoso pero tan grande que de haber sido buitres, tras la ingesta, no habríamos levantado vuelo.
Amanecía, la neblina matutina permanecía adherida al hayedo. Abrí una de las ventanas de par en par, hacía fresquito, miré a levante y esa misma niebla jugueteaba con las montañas a lo lejos. Cerré la ventana, giré para mirar a poniente y ahí estaba, detrás mía, el otro 50% de la comitiva, con los brazos en jarras, y me dijo – qué ¿nos vamos? Y nos fuimos, cuando volviéramos por la tarde habríamos recorrido, chispa más o menos, unos catorce kilómetros.
Lago del Valle
Y brujuleando por interné también averigüé que la ruta clásica de por aquí era subir al lago del valle, y ese fue nuestro primer propósito en estas lejanas tierras del norte. Abandonamos la parroquia pisando una estrecha carreterilla de asfalto, posteriormente pasó a ser polvorienta pista de tierra y mucho más tarde agradable senda.
Nada más empezar a andar nos llamó la atención lo engalanado que se mostraban cunetas, arcenes y bardos. Y es que aquí disfrutaban de una permanente primavera, no como en nuestro querido Sur que por estas calendas todo era de color pajizo.
Encontrar una tímida orquídea en los primeros metros recorridos nos hizo pensar en todo lo que nos encontraríamos mucho más adelante, mucho más arriba.
El valle se encajonaba entre dos hileras de montañas cuyos picos rondaban los 1.800m, mientras que a nuestra izquierda se mostraban desnudas a la derecha las cubría un denso bosque de hayas.
Al llegar a una bifurcación, a punto estuvimos de tirar una moneda al aire, tal era nuestro desconocimiento de estos parajes. Optamos por tomar el desvío a la derecha y seguimos un sendero que se adentró poco a poco en el húmedo hayedo. Al caer la tarde sabríamos que esta decisión nuestra fue la acertada.
Una vez dentro del hayedo conseguimos localizar plantas que jamás habíamos visto antes. Nos llamó especialmente la atención una amapola amarilla que no atinamos a ponerle nombre.
Un poco más adelante, en un claro del bosque vimos unas chozas, más tarde alguien en la parroquia nos comentó que se trataba de la Braña del Gabitón. En cuanto vi aquel bucólico paisaje supe que tenía que dibujarlo, a mi vuelta a nuestro querido Sur cogí un bolígrafo de color negro y lo plasmé en una lámina, a mi estilo.
Y tanto subimos y tanto empeño pusimos que llegamos arriba antes de lo previsto. El esfuerzo había merecido la pena, ante nosotros se extendía un lago casi circular de aguas tranquilas encajonado entre abruptas montañas, todas desnudas.
Dos gruesos muros hacían las veces de presa con lo que la lámina de agua era más extensa lo que realmente fue. Sus orillas aparecían surcadas de mil y un senderos. Y aquí y allí había gente sentada dando buena cuenta del almuerzo. Nosotros no íbamos a ser menos.
Encontramos una piedra cómoda, seca y con buenas vistas y allí nos pusimos por delante nuestro exclusivo menú de mochila, y hace tanto tiempo de esto que no recuerdo qué diantres comimos.
Lo que sí recuerdo claramente es que aquí localizamos nuestra primera siempreviva. Sobre una piedra, asemejando planta crasa de las de maceta, de tallo esbelto cual diminuta palmera coronado de delicadas flores estrelladas. Su alternancia de tonalidades verdes y rojizas la hacía muy atractiva.
No fue la única especie botánica que conseguimos localizar en este paraje, la mayoría eran nuevas para mí, no sabía ni a qué género pertenecían. Ya llegaría el momento de averiguar quién era cada cuál. Muchos días después, a nuestra vuelta, la identificación de lo que había fotografiado fue complicado, algunas las dejé por imposible pero de las que sí conseguí poner nombre con certeza me propuse hacer mi propio catálogo florístico, a modo de chuleta para cuando volviera a visitar estas sierras del norte de España.
Miramos el reloj y supimos que había llegado el momento de volver. Para bajar hasta el pueblo por la pista lo hicimos frenando casi todo el trayecto, tal era la pendiente algunas de las lomas. Las rodillas iban sufriendo pero no nos importó y es que las increíbles vistas del paisaje que nos rodeaba lo compensaban todo.
Las vacas asturianas de los valles, de tonos leonados y negros pitones afilados decoraban prados y colinas desnudas en la braña.
Las nubes fueron cubriendo el cielo y la luz casi se había apagado cuando llegamos al pueblo. Recuerdo que aquella noche caímos rendidos en la cama y que llovió copiosamente. También recuerdo que me desperté sobresaltado en mitad de la noche con los aullidos de unos lobos. Me armé de valor y fui a espantarlos, en pijama, sin zapatillas ni armadura ni espada. Me planté en el salón y fuera soplaba un viento de mil demonios que se colaba por las rendijas de las ventanas de madera. ¿Aullidos? vaya sobresalto.
Alto de la Farrapona
Otra jornada en estas tierras del norte. Hoy pretendemos visitar el Alto de la Farrapona en la cabecera del Valle de Saliencia y visitar unos lagos que nos han dicho que por allí hay, dicen que son tres.
Para llegar a ese lugar hemos de pasar por Pola de Somiedo, el centro neurálgico de la comarca y resulta que la carreterilla que une este pueblo con la parroquia de Valle de Lago pues se las trae. Hay un tramo en zigzag donde nos dieron un buen susto el primer día, cuando subíamos. Y es que un mentecato bajaba a toda velocidad como si la carretera fuera solo suya, en una de las curvas se metió en nuestro carril y de no ser porque poseo el carné de intrépido trazador de curvas de carretera de montaña nivel III pues hubiésemos tenido un serio percance. Y ni tan siquiera miró hacia atrás, siguió bajando a toda velocidad el muy badulaque como si le persiguiera el mismísimo diablo. Y nos quedamos parados en ese sitio donde menos se quiere a una curva, la rueda trasera patinando en la hierba del arcén y yo allí quemando embrague y pisando acelerador. Mi destreza y los nervios de acero de mi copiloto nos sacaron de aquel atolladero.
Pola de Somiedo pues ciertamente ya parece más pueblo, su centro de interpretación, su gente paseando vestida casi de domingo…, su tienda de ultramarinos, su cuartelillo, su bar, su gasolinera, oh… cuando vi la gasolinera se me cayeron dos lagrimones. Sin olvidar su panadería, pequeña pero coqueta, panadería al fin y al cabo, tan pequeña que toda la clientela hacía cola en la misma calle, apartándose para hacer sitio cuando pasaba un coche.
Aquí es donde avistamos nuestro primer oso que resultó ser de bronce y hacía las veces de reclamo a la entrada de un establecimiento hotelero.
Dejamos atrás Pola, en un desvío a la derecha pasamos un pequeño túnel y al otro lado la carretera se adentró en un desfiladero de vertiginosas paredes cubiertas de bosque. Bajo el dosel forestal discurría un riachuelo de aguas bravas. Y donde el bosque dejaba de serlo sobresalían hermosas montañas recortadas en el cielo azul.
Curva a la derecha, ahora a la izquierda, aldea, bache, otra curva a la derecha, frenazo, socavón… y así estuvimos un buen rato hasta que el bosque dejó de escoltar la carretera. La floresta dio paso a un matorral donde predominaba el brezo. Algún que otro serbal de cazadores cargado de anaranjados frutos y abedules de vibrantes hojas osaban colonizar aquellas altas cotas.
En el primero de los lagos visitamos lo que bien podría una bocamina, de las entrañas de la tierra salía una corriente tan fría que nos obligó a abrigarnos y encoger el cuello, “santodios”.
La flora que conseguimos localizar en estos parajes fue extraordinariamente interesante, se trataba de especies distintas a las que ya habíamos conocido el día anterior a excepción de una dedalera de diminutas flores. Encontramos un acónito de tonos pálidos amarillentos y en aquel entonces sospeché que era el mismo que habíamos visto en un viaje a Austria, creo recordar que en un bosque de abetos. Muchos días después, cuando indagué acerca de él, confirmé que se trataba de la misma especie.
Llevábamos varios días en estas lejanas tierras y a la mañana siguiente partiríamos hacia un nuevo destino, en esta ocasión mucho más al norte.
Caía la tarde, el cielo amenazaba lluvia. Me calé el chubasquero y me colgué la cámara al hombro. Quise volver a empaparme de la tranquilidad que trasmitía este lugar. Caminé durante un buen rato, una fina lluvia me hizo compañía, la misma que hacía que estas tierras disfrutasen de una eterna primavera.
Volveremos
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