El día despertó con cielos entoldados y una agradable temperatura de diecisiete grados. En el autobús todos en silencio, sólo se oía el rumor del contenido parloteo de nuestra guía con el chófer. No eran ni las 8 y media y ya viajábamos hacia el sureste. Y el que relata… pues calladito y acomodado en mi querido asiento número 5, ataviado a lo Jake Barnes.
El bus cruzó el PN de Gorbeia, espacio natural de 20.008 Has de las que 6.000 eran de haya. Allí existía un monte de igual nombre con una cota de 1.481 m. Y aprovechó aquel entorno para contarnos la leyenda del Baxajaun, el yeti vasco. Un personaje de la mitología vasca, corpulento, peludo y de larga cabellera, que protegía a los rebaños de los pastores a cambio de un trozo de pan.
Antes de salir de Bizkaia dejamos a nuestra derecha la población de Orduña, única que ostenta el título de ciudad en toda la provincia, que ni siquiera Bilbao. En un monte cercano nace el Río Nervión, que desemboca en la ría de Bilbao.
Entramos en la provincia de Araba, nada más adentrarnos aprecio que el paisaje pasa a ser menos montañoso y además… el cielo se despeja. Vemos algunos corzos en el mismo borde del bosque y un poco más adelante los primeros campos de cereal en mucho tiempo, y algunos de remolacha.
Serían las 9 nueve y media de la mañana cuando salimos de Araba y entramos en Nafarroa. Nuestro destino… Pamplona. Una vez en la cuarta provincia vasca española comenzó la incontenible y amena verborrea.
Supimos que Pamplona también era conocida con el nombre de Iruña por las tribus prerromanas que habitaban aquellos parajes. También que Navarra ostentaba la renta per-cápita más elevada del país. Que la condición actual de Comunidad Foral era el fruto de numerosos pactos y acuerdos a lo largo de toda su dilatada historia.
Repaso detenidamente mis apuntes…, que si Opus Dei, que si Sancho VII, que si Fernando el Católico, que si casa de Foix, que si 1.000 años de monarquía. Uhmmm… estaba decidido a detener este batiburrillo que parecía no tener fin cuando levanté la mirada… y caí en la cuenta de que habíamos llegado a Pamplona.
Pamplona
Bajé del autobús y me sorprendió el frío que hacía. Sin pensármelo dos veces me encasquete el chubasquero. Pues nada… cruzamos la calle, me vi reflejado en un escaparate y pensé… vaya pinta, pantaloncito corto… chubasquero… la cámara colgada del cuello… diantres… un auténtico “guiri”. El grupo se detuvo en un paso cebra, miré a los que esperaban para cruzar en la acera de enfrente y me di cuenta de que mi indumentaria era el atuendo oficial, y es que la mayoría vestía de igual guisa.
Una guía local nos llevó hasta la Iglesia de San Saturnino, patrón de la ciudad. Construcción del siglo XIII de anchos muros, atrio porticado e interior sembrado de tumbas de madera numeradas.
A continuación nos mostró las recias murallas de la ciudad y pasamos junto a la Catedral de Santa María la Real, que estaba cerrada a cal y canto.
Después hicimos, a excepción de la Cuesta de Santo Domingo, el mismo recorrido que seguían los astados en los encierros de San Fermín. Ayuntamiento, Mercaderes, Estafeta… y llegamos a la plaza de toros. A la sombra de unos árboles vimos un busto de Ernest Hemingway.
Este periodista norteamericano escribió allá por 1926 The Sun Also Rises, novela que acercó de forma magistral al mundo anglosajón la ciudad de Pamplona y los entresijos de los encierros. De hecho la mayoría de los extranjeros que visitan Pamplona en los primeros días de Julio son norteamericanos, australianos, neozelandeses…
En la plaza del ayuntamiento, donde se daba el chupinazo que abría las fiestas, nos dieron una hora libre. Bajamos la cuesta de Santo Domingo para ver la hornacina donde existía una réplica de San Fermín. Al llegar allí recordé esas escenas que había visto por televisión donde los mozos con los periódicos en alto pedían la protección del santo.
Iniciamos el recorrido de los encierros, llegamos a la plaza del ayuntamiento y nos giramos para observar con detenimiento la fachada del consistorio. Mucha genta haciendo fotos.
En un lateral de la plaza una parte de la valla de madera a modo de recuerdo de los fallecidos en los encierros.
Dejamos atrás la curva de mercaderes y nos adentramos en la calle Estafeta. Entramos en la primera tienda de recuerdos que vimos, allí nos hicimos con algunos imanes para el frigorífico y un pañuelico.
Salimos a la calle y nos llegó un aroma… como una mezcla de panadería, chocolate, mummmmm… sabor antiguo. Más adelante la gente esperando turno, una cola que cruzaba la calle, al aproximarnos dimos con el origen de tan agradable efluvio. Beatriz, un horno tradicional que tenía en jaque a todo aquel que pasaba por la calle. Algunos se acercaban al escaparate y se relamían al ver todo lo que allí estaba expuesto, que si garroticos… que si pastas, que si chocolate…. Nosotros volvimos la cara, seguimos adelante y evitamos toda tentación.
Nos acercamos a la Plaza del Castillo, en un lateral nos llamó la atención un toldo de color blanco donde ponía: “Iruña”. Empujamos la puerta, accedimos al interior de este conocido café y viajamos al pasado, concretamente a principios del siglo XX.
En el suelo lozas blancas y negras, asemejando un tablero de damas. Del techo de madera colgaban lámparas del ayer. Paredes decoradas con espejos, puertas de madera y columnas recargadas de adornos. Sillas incómodas de madera agrupadas de cuatro en cuatro alrededor de mesas blancas. Aquella decoración tan peculiar impregnaba al local de un aspecto que parecía haber permanecido intacto desde hacía más de 100 años.
Pedimos una cerveza y un café. Nos sentamos en una de las mesas y me entretuve viendo camareros, gente y decoración. Y llegué a preguntarme en qué mesa se habría sentado Hemingway. Coloqué la cámara en la mesa que estaba al lado, ajusté el temporizador y nos hicimos una foto. Salió un poco amarillenta… pero es lo que había. Tonos sepias.
Salimos del café y en la calle my wife vio una puerta a nuestra izquierda donde había un cartel que decía “El Rincón de Ernest”. Accedimos al interior y nos encontramos con el norteamericano, apoyado en la barra de un bar existía una estatua en bronce del célebre novelista. En esta ocasión dejé la cámara en el suelo y nos hicimos otra foto de tonos sepias.
Giré la muñeca y vi que era casi la una, a esa hora habíamos quedado en la plaza del Ayuntamiento para ir a comer. Una vez todos allí, la guía nos llevó a un restaurante donde nos pusieron por delante un potaje de habichuelas de primero y un ajo arriero, a base de merluza, de segundo.
Tras la sobremesa el autobús nos recogió, una hora más tarde, en una plaza donde se erigía un monumento en honor a los Fueros. Este monumento, de principios del siglo XX, nunca se inauguró porque cuentan que el escultor tomó como modelo a su amante, y aquello no fue del agrado de la sociedad conservadora de la época.
Vitoria Gasteiz
Volvemos al país vasco, el sol luce en todo su esplendor, tanto… como que empieza a hacer calor. En aquella población recogemos a una guía local que lo primero que hace es mostrarnos la inconclusa Catedral Nueva.
Accedemos a su interior y nos llamó la atención su grandiosidad. Muy luminosa de esbeltas columnas con adornos a medio hacer.
Visitamos la Plaza de la Virgen Blanca. En el centro un monumento piramidal con la representación de tres escenas bien diferenciadas. En la parte superior un rótulo que indicaba “la batalla de Vitoria” y abajo otro que decía “La Independencia de España”, evidentemente se refería a la de los franceses.
Giramos a la derecha y llegamos a la Plaza de España. De planta cuadrada y rodeada de columnas, en una balconada… cinco banderas. Nos metemos en el barrio antiguo y nuestra guía nos mostró la Casa del Cordón, seguimos adelante y llegamos al Palacio de Montehermoso de estilo Gótico-renacentista.
Antes de entrar en la Catedral Antigua nos hacemos fotos con el Celedón, personaje que abre las fiestas de Vitoria bajando con un paraguas desde el campanario de la iglesia de San Miguel.
Entramos en la catedral y nos sentamos en un banco. Un grupo de novicias estaba visitando el lugar donde había nacido la fundadora de su congregación, creo.
Miramos arriba, miramos abajo, miramos las vidrieras, miramos el retablo, miramos… uhmmmm… bueno… miramos todo lo que se mira en este tipo de construcciones y salimos al exterior.
La visita a Vitoria fue breve, menos mal… porque se nos estaban acabando las pilas. De hecho, cuando tomamos el camino hacia Bilbao, muchos dormitaban, yo no. El sol iluminaba los campos que cruzábamos, esa agradable luz impregnaba el paisaje de tal forma que me recordó a La Toscana y entonces se me vino a la mente nuestro periplo por aquellas tierras hace ya unos años.
Estábamos a 40 kilómetros de Bilbao y el cielo se tornó gris plomizo. Volví a ver el horizonte adentellado por los bosques de pino, montañas oscuras que se me antojaban inhóspitas. De vez en cuando, algunos manchones de bosques caducifolios de tonos verdes algo más agradables.
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