Todos los días, antes de retomar nuestra singladura por aquellas lejanas tierras del norte dábamos buena cuenta de un desayuno que podríamos haber calificado de pantagruélico, como decía mi buen amigo César. El primer día, valiente de mí, unté miel y mantequilla a un bollo de pan… y me gustó. Probé la palmerita de cereales… y me gustó, caté de buena mañana el zumo natural de naranja… y me gustó. Y es que cuando uno está por ahí… todo está bien. ¿Cómo era el país vasco?… “mú bonito, mú bonito tó”.
A lo que vamos…, el día despertó nublado… qué raro, y con una agradable temperatura de 17ºC. No eran ni las 9 de la mañana y nuestra “nave” ya surcaba aquellas autovías sin parchetones en dirección a Donostia, sí, San Sebastián.
Dejamos atrás poblaciones como Ermua, Eibar…. entramos en Gipuzkoa viajábamos hacia el norte, a encontrarnos con el Cantábrico. Las nubes acariciaban la cumbre de los montes poblados de pinos, algunos de ellos talados a matarrasa cual tablero de ajedrez.
Cuanto más al norte más nubes, un tímido chirimiri salpicó las ventanas del bus y a lo lejos, las montañas dejaron de verse. Un instante después comenzó a llover copiosamente, tanto como que “el intrépido timonel ajustó velas” y redujo la velocidad. Hubo un momento que no veíamos ni el fondo de los valles. Miré a través del cristal empapado y vi como la lluvia picoteaba la lámina de agua del Río Deba.
A pesar del aguacero, nuestra guía continuó con su didáctica y amena verborrea. Disertó de Mondragón, del origen de Eroski, de Fagor y de un cura innovador, que en un principio nadie quería, pero que estableció escuelas de formación profesional y relanzó la actividad económica de la comarca alcanzando un notable esplendor.
Nos comentó la importancia de la mujer en la sociedad vasca, y es que siempre ostentó el más alto escalón en la jerarquía social. De hecho, nos contó, que en muchos lugares la mujer de mayor edad era la que mandaba, y todos le pedían consejo en las decisiones importantes.
Donostia
Este término no es, ni mucho menos, la traducción al euskera de San Sebastián. Proviene de “Don”, concretamente de dominus, señor en latín y “ostia” puerto de Roma, en este lugar fue asaeteado San Sebastián por no renegar de su fe cristiana. Esto da lugar a Don-ostia, señor de ostia.
En las afueras de Donostia recogimos a una guía local. Pronto tomó el testigo y nos habló de sociedades gastronómicas, un lugar donde las mujeres no tenían cabida. El origen de éstas era que los hombres querían reunirse sin mujeres y de ahí que tuvieran que aprender de fogones, salsas y condimentos. Un mástil en la puerta indicaba la existencia de una sociedad de este tipo.
Mientras el bus avanzaba la guía nos habló del origen de los pintxos. Pues resulta que se reunían unos cuantos y se iban de copas. La costumbre era que pagara una ronda cada uno, si eran cinco… cinco rondas, si eran diez… pues diez rondas. Para resistir tal embate pues debían de meterse algo sólido entre pecho y espalda, todo esto derivó en tomar pequeñas porciones de comida que más adelante dio lugar al pintxo tal y como se conoce en la actualidad.
Cesó de llover, se detuvo el autobús y prestos nos bajamos dando trompicones. Sin saber dónde diablos estábamos seguimos a la guía como si fuéramos borregos, uhmmm… ¿cómo si fuéramos?
Por un arco de piedra accedimos a Miramar Parkea, cruzamos unos cuidados jardines y llegamos junto a un palacete en lo alto de una colina. Desde aquella posición privilegiada oteamos la playa de la Concha a la diestra y la de Ondarreta a la siniestra. Una delimitada por el Monte Urgull y la otra por el Monte Igueldo, en medio de la ensenada La isla de Santa Clara.
Y estábamos disfrutando de vistas y verborrea cuando cayó tal trancazo de agua que hubimos de abrir los paraguas apresuradamente. Las explicaciones se quedaron a medias y el parque de coquetos jardines quedó tranquilo. La comitiva optó, bajo aquel impresionante aguacero, por la línea recta como camino más corto, y pronto estuvimos sentados en los asientos del bus, yo… en MI número 5.
El bus transitó por las colapsadas calles de Donostia y por algunos barrios de cierto toque parisino. Mientras, la guía nos mostró sitios relacionados con el Festival de Cine de San Sebastián. Nos contó que éste nació en los años 50 impulsado por el pequeño comercio, sector de especial relevancia en la actividad económica de Donostia.
Cruzamos el río Urumea y nos apeamos del autobús en el Kursaal o Cubos de Moneo.
Volvimos a sortear, en esta ocasión caminando, el río por el puente que las galernas destrozaban todos los inviernos y nuestra guía local nos llevó por calles atestadas de gente hasta la Plaza de la Constitución.
Visitamos la Iglesia de San Vicente, por dentro y por fuera. En el exterior nos enteramos de que Donostia siempre fue una plaza fuerte que soportó numerosos ataques. En la Guerra de la Independencia fue considerada botín de guerra y saqueada por las tropas anglo-portuguesas. En aquel devenir, tras un prolongado asedio y posterior bombardeo se destruyó casi toda la población quedando en pie sólo algunas edificaciones en la calle de la Trinidad.
Hacia ese lugar nos dirigimos, nos mostraron lo que quedaba en pie y continuamos hacia la Iglesia de Santa María.
Desde su escalinata exterior miramos al frente y vimos, muchas calles más allá, la torre-agua de la Catedral del Buen Pastor de finales del XIX, allí… no fuimos.
Nos dieron una hora libre y paseamos tranquilamente por aquellas bulliciosas y bien trazadas calles del casco “antiguo”. Bares, sidrerías, tiendas de “suvenirs”, más bares… Fuimos saboreando el ambiente de aquellas calles atestadas de gente, nosotros… a lo nuestro.
Nos llamaron la atención los pintxos expuestos sobre la barra de muchos bares…, casi todos. Y por fin nos decidimos a entrar en uno de los más concurridos. Me situé ante la barra y en un principio no supe qué hacer. Una de las camareras, que por su acento debía de ser de por ahí, me explicó con todo lujo de detalles el procedimiento. El señor que estaba tras la barra te facilitaba un plato, ahí tú mismo debías poner “tus” pintxos, pedías la bebida, mostrabas el plato, te indicaba el importe, pagabas y te sentabas en una de las mesas en un incómodo taburete de madera. Y con cara de “guiri asustao”… pues dabas buena cuenta de las viandas. Esta primera incursión en el mundo del pintxo, concretamente tres y dos cervezas, nos costó 17 eurazos, uhmmmm… podría haber sido peor.
Zarautz
Tras almorzar a las afueras de Donostia en un restaurante de cuyo nombre no quiero acordarme… nos fuimos hacia esa población costera.
El cielo descargó más de una vez durante el trayecto. Es más… fue apearnos del bus y volvieron a caer unos orondos goterones. Llegamos al paseo marítimo y fuimos testigos de la bravura del Cantábrico. El agua era gris y el cielo lo era aún más. La nota de color la ponían unas mesas y sillas de madera, azules y verdes.
Clavadas en la arena y bien recogidas lo que supuse que eran sombrillas de alquiler, algunos monumentos de dudoso gusto en el mismo borde de la arena y poco más.
En el mar… pues intrépidos surfistas cabalgando olas y en la arena otros menos atrevidos disfrutando del espectáculo gratuito, esperando que amainase.
Esta población costera era famosa por el restaurante de Karlos Arguiñano y hacía allí que nos dirigimos. A las puertas de aquella recia construcción de piedra había una escultura a tamaño natural del conocido cocinero, a que sabéis que sucedió… pues sí, foto.
Volvimos a recorrer casi todo el paseo marítimo. A poco de llegar al final cayó una tromba de agua que nos obligó a refugiarnos en unos soportales. A excepción de los intrépidos surfistas todo el mundo buscó refugio en aquel lugar. En el horizonte se mezclaban nubarrones y mar, todo gris. Vimos pasar al socorrista cabizbajo con las banderas a modo de lanza desafiando el impresionante aguacero.
A la izquierda unos tímidos rayos de sol iluminaron Getaria, nuestro siguiente destino.
Getaria
Llegamos a esta población y visitamos lo que parecía una fortaleza presidida por un monumento a Juan Sebastián Elcano, nacido en este lugar en 1476.
Desde lo más alto de aquel lugar oteamos el puerto y la iglesia de San Salvador. A lo lejos, en la costa volvimos a ver Zarautz iluminado por el sol. Vuelve a llover con fuerza, tomamos una calle muy vasca que nos lleva hasta la misma iglesia.
Accedemos a su interior y hay tantísima gente que pienso que hay misa. Poco a poco se me dilatan las pupilas y me doy cuenta de que son turistas sentados en los bancos esperando que escampe. Me paseo por su interior y noto que el suelo está inclinado, extraña sensación en aquella penumbra.
Salimos de nuevo al exterior y pasamos por un túnel del que casi podíamos tocar el techo. Allí había, tras unos gruesos barrotes, una capilla sombría iluminada por velas, enigmática. Nos detuvimos y la guía nos habló de ella, decían que si tirabas una moneda al interior de la capilla y pensabas en alguien… le echabas un mal de ojo. Verdad o mentira… lo cierto es que el suelo estaba lleno de monedas.
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