Sierra Nevada - Nieve de verano

Nieve de verano 

Crónicas de campo - Sierra Nevada

Estamos saliendo de Siete Lagunas por una cuesta que se las trae, me he detenido en numerosas ocasiones y es que la cabeza me va a estallar, supongo que por eso de estar a más de 3.000m de altura.

Hace un buen rato que opté por dejar de agacharme para fotografiar las plantas y ahora solo hago fotos cenitales de la flora, de pie, de esta forma evito marearme y que la cabeza me duela más todavía.

Pero vayamos por partes, todo empezó muy temprano, mucho antes de que saliera el sol. Abandonamos a la carrera aquel moderno hotel en Granada donde nadie hablaba como nosotros. Calles solitarias.

Había tomado solo dos curvas de aquella sinuosa carretera de montaña cuando supe que no podría ir tan rápido como quisiera, poco faltó para que vomitara hasta el peluche que adorna el salpicadero. Y es que el ritmo de la marcha me lo iba marcando el color de cara de los que iban en el asiento de atrás, los veía por el espejo retrovisor.
Y así fue que entre bandazos, unos bruscos y otros no tanto, llegamos a nuestro destino. Nos plantamos en la parada de bus mucho antes de lo esperado y le metimos mano al insípido desayuno del picnic del hotel.

Media hora más tarde ya íbamos en un desvencijado minibús ladera arriba, camino de las alturas. El incesante traqueteo estuvo a punto de hacernos caer en los brazos de Morfeo. De no ser por los bruscos frenazos, los baches, los zarandeos, la incesante verborrea de la guía y los que tosían cuando se colaba el polvo dentro del bus nos hubiésemos quedado todos dormidos, pero bien dormidos.

Un brusco frenazo nos despegó del respaldo del asiento marcando el final del trayecto. Nos apeamos del bus, miramos extrañados a diestro y siniestro y pronto caímos en la cuenta que aquel no era el lugar donde nos habían dejado en ocasiones anteriores. Ahora resulta que el que dicta las normas había resuelto establecer la parada de bus dos kilómetros y medio antes del Alto del Chorrillo. Y de esta forma, de sopetón, supimos que nos tendríamos que meter un zapateo extra de unos cinco kilómetros que no estaban previstos.

Entre codazos y educados empujones cada uno cogió como pudo la mochila del maletero. Allí empezó ese ritual de ajuste de cinchas, de encender el gps, de extender bastones, de embadurnarnos de crema protectora… Recuerdo ceñirme el tirante de la cámara y empezar a andar sin mirar al frente, solo pendiente de que la cámara no bamboleara.

Levanté la cabeza y me sorprendió comprobar que algunos ya estaban en lo alto de la primera loma de la pista forestal, allí a lo lejos. Y debo reconocer que sentí envidia, lo confieso, santo dios, a ese paso siguen, siguen y bajan por el Marquesado del Zenete.
Y nos marcamos tal ritmo que a la larga para nosotros resultó ser el mejor, evidentemente. Soplaba un vientecillo que lo zarandeaba todo menos las piedras y ahí supe que sería complicado obtener una buena foto de la flora.
El grupo “nivel pro” que tanto corría, que tanta ventaja cogió nada más bajar del bus, ya se había detenido y allí estaba de cháchara, risas y ocurrencias. Unos hidratándose y otros saboreando una fru-ti-ta, uno de ellos lanzó una cáscara de plátano describiendo tal arco en el aire que no paso inadvertida a nadie. Cuando el sol la iluminó por detrás la hizo resaltar más si cabe, pareció estar encendida. Todos nos guardamos para nuestros adentros lo que en ese momento se nos estaba pasando por la cabeza, de no ser así hubiésemos terminado a bastonazos. El mentecato no hizo ni por disimular y allí quedó la cáscara sobre las piedras por los siglos de los siglos, amén. Biodesagradable.
Nos centramos en lo nuestro y ya no miramos atrás, ni envidiamos que nos adelantasen apuestos y uniformados senderistas de finas telas y agradables y conjuntados colores.
En lontananza el Veleta, ornado de neveros, velaba por nosotros. Su inconfundible silueta resaltaba sobre el azul del cielo. Ahí decidimos hacer un receso y aprovechamos para hidratarnos.
Ya casi habíamos alcanzado los 3.000m cuando oteamos a nuestra derecha la Laguna de Peñón Negro, paraje tranquilo y sereno que a pocos se les ocurría visitar. Todos teníamos puestas nuestras miras en las cotas más elevadas.
No tardamos en localizar especies botánicas sumamente interesantes, una flora adaptada al rigor de estas alturas, muchas de ellas solo se daban en estos parajes.
El sendero discurría sin dificultad alguna, los esquistos estaban dispuestos en horizontal y eso nos hacía avanzar rápido. De estar colocados en vertical como las lajas calizas que se dan en la Sierra de Grazalema la cosa sería bien distinta.
Los neveros que decoraban estas desoladas laderas eran enormes. No es de prudentes cruzar uno de estos con esa pendiente tan acusada, atajar por en medio puede resultar fatal.
En la lejanía comprobamos cómo un grupo de montañeros los evitaba bordeándolos por las piedras.
Pasamos junto a una lagunilla situada encima de Los Tajos de Peñón Negro. A la diestra la laguna y a la siniestra un enorme nevero que se desparramaba por la pedregosa ladera.
En aquel paraje moraban especies botánicas que no había visto antes. Pronto comencé con mis rodillazos, mis “levantás” y mis tonterías, que si el encuadre, que si la luz, que si el viento, que si esta cúal es… Ahí, en ese preciso instante, comenzó un dolor de cabeza que no me abandonaría hasta mucho más tarde, cuando me tomé un calmante ya de regreso en el pueblo.
A poco estuve de revolear la cámara o regalársela al primero que pasara por la senda. Me senté en una piedra con la esperanza de que se me calmara pero como que no. Me resigné y no me quedó otra que fotografiar las plantas de pie, ya no osé agacharme más.
La estrella de las nieves tapizaba el suelo húmedo de este escondido paraje. Esta especie botánica es un endemismo de Sierra Nevada, una auténtica joya.
Seguimos adelante hasta situarnos en la cresta del Tajo del Contadero. Ante nosotros se extendía la Cañada de Siete Lagunas y a nuestros pies la más grande de todas ellas, Laguna Hondera.

Para llegar a ella debíamos de acometer una vertiginosa bajada. A media ladera me detuve, miré arriba y adiviné que la subidita no sería buena para mi impresionante dolor de cabeza. Despacito y con buena letra llegamos abajo.
Nos fascinó la flora que moraba en los borreguiles que bordeaban la laguna. Y me quedé con las ganas de tirarme por los suelos. Me entretuve fotografiando las especies que no conocía y allí empleamos un buen rato.
Y el rato fue tan bueno, agradable y extenso que al mirar el reloj caímos en la cuenta de que se nos había echado la hora encima, cosa rara en nosotros. Queríamos visitar todas las lagunas pero en esta ocasión, por mucho que nos pesara, no iba a ser posible. Así que gastamos el tiempo que nos quedaba en disfrutar de la Laguna Hondera, y no nos defraudó.
Y tanto tiempo estuvimos en la Laguna Hondera que a punto estuvo hasta de mordernos un perro. Prefiero no contar que allí había un señor supongo que montañero, no sé si “nivel pro”, con tres pe-rri-tos. Y estos lindos canes campaban a sus anchas, batían cual rehala todos los alrededores escarbando como si no hubiera un mañana y en una de esas uno de ellos capturó un roedor que zarandeó con la boca dejándolo inerte sobre el borreguil. Después otro de los lindos perritos comenzó a escarbar por el lateral de una de las enormes piedras que hay en el mismo borregil y hizo un agujero tan profundo que hasta dejamos de ver al lindo perrito. Trincheras. Parque Nacional.
Seguimos bordeando la laguna y nos sentamos en una piedra, eso sí, ni se nos pasó por la cabeza ponernos a escarbar. Abrimos la mochila, sacamos nuestro exclusivo menú de campo y dimos buena cuenta de él, no quedaron ni las migas.
Tras la ingesta creímos oportuno emprender el camino de vuelta y abandonar aquel lugar, seguimos bordeando la laguna y nos plantamos ante la impresionante subida por donde antes habíamos bajado, ese era el sitio para salir de la Cañada de Siete Lagunas.

En el ascenso nos detuvimos varias veces, el dolor de cabeza era insoportable y en una ocasión estuve a punto de vomitar.

Aquí es donde antes inicié este breve relato.
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