No os lo vais a creer, por fin hemos conseguido averiguar dónde se fabrica la nieve. Es un secreto, por favor que no corra la voz, es en Roncesvalles. Nosotros tres lo sabemos de buena tinta y es que estábamos allí cuando se estaba fabricando, deberían estar preparando pedidos… para todo el hemisferio norte, por lo menos.
Qué bonita la nieve, qué blancura, qué contraste de luces con aquellos árboles, qué cantidad de copos cayendo cual gráciles plumas, uau… otros más duros te golpeaban los mofletes, uy, qué chuli, qué frío ¿no?
Intentamos mover el coche y empezó a hacer tonterías, las ruedas giraban a su antojo, patinando. Al maletero por las cadenas. Estábamos más que capacitados para colocarlas, ya sabíamos de buena tinta que debían ir en las ruedas motrices, bien. Semanas atrás habíamos visionado un vídeo donde un nota explicaba con todo lujo de detalles cómo hacerlo, y eso para nosotros sería pan comido, vamos… lo que viene siendo coser y cantar, bien.
Nada más lejos de la realidad, estuvimos casi una hora intentando colocarle las puñeteras cadenas al coche, tanto tiempo que salimos hasta en las noticias de La Sexta. Cuando las sacamos de la funda hicieron ese ruidito que hacen los eslabones metálicos al chocar, clink clink. Clink.
Me hinqué de rodillas en el suelo, “santodios” qué frío estaba, me quité los guantes, “santodios” qué frío hacía. El cable de acero, sí, uhmmmmm… el cable de acero hay que pasarlo por detrás de la rueda y unir los extremos en la parte superior del neumático, eso salió a la primera, bien. El cable debe quedar detrás de la rueda y hay que tirar de las cadenas hacia fuera abrazando el neumático. Mal, muy mal. Clink clink clink, requeteclink.
Los tres intentamos colocarlas y debo reconocer que no hubo manera, incluso saltándonos a la torera conceptos básicos adquiridos en nuestro cursillo avanzado de “cómo montar las cadenas en medio de una inmensa nevada con la capucha puesta y sin que nadie sospeche que no tienes ni puñetera idea de qué estás haciendo”. A punto estuvimos de tirar la toalla, tal es la cosa… que de cogernos cien metros más cerca de casa nos hubiéramos venido andando.
Y entonces pasó junto a nosotros, dando zancadas, un chaval en camiseta de recia voz y casi sin detenerse nos dio pistas: “cuando enganchéis los primeros eslabones, avanzar unos 40cm con el coche para terminar de ajustar la cadena” Los tres nos giramos a la vez y no dio tiempo ni de decir “cómo…” cuando ya se había metido en el bar. Resultó ser el posadero y no sería la única vez que nos ayudaría. Es más, ni él ni nosotros sospechábamos que más tarde se convertiría en nuestro Ángel de la Guarda, pero eso es otra historia.
Al final conseguimos convencer a un cámara de La Sexta que rondaba por allí haciendo un reportaje para que nos colocara la cadena. Se lo propuse y me dijo que sin problemas, que en cuanto grabasen y enviasen “los datos” para las noticias del mediodía nos ayudaría, y así fue. Al principio pues también tuvo sus problemillas y es que las cadenas estaban bien enredadas. Y cuando estuvieron colocadas a poco estuvimos de invitarlo a comer, tal era nuestra euforia, por fin teníamos las cadenas puestas.
Qué bonitas eran, algunos eslabones eran de colores, antes no habíamos caído en ese detalle, al coche le quedaban hasta bien las cadenas puestas, no sé… como que hacían juego con la tapicería. En un primer instante no quisimos dejar al coche solo allí en medio de la nieve, no fuera ser que algún mentecato le quitase las cadenas, y es que eran tan bonitas. Clink.
Llegó la hora del almuerzo, el no montar las cadenas nos había abierto el apetito y no habiendo sitio donde cobijarnos dimos buena cuenta de nuestras viandas metidos en el coche, convertido en improvisado iglú. Mientras mordisqueábamos nuestra comida y coincidía nuestra mirada fruncíamos los belfos como lobo que despedaza corzo recién abatido.
Con la panza llena ya fue otra cosa, decidimos visitar Roncesvalles. La nieve había alcanzado un grosor respetable y continuaba nevando. Se apilaba en los tejados de los edificios, de vez en cuando se precipitaba al vacío provocando un estruendo que te sobrecogía, caía en porciones cuadradas como enormes onzas de chocolate, blanco, claro. Y cuando vimos que al caer sepultaba bancos y papeleras ya no osamos caminar bajo el alero de ninguno de los tejados.
Accedimos al claustro de la colegiata, interesante lugar de incalculable valor patrimonial. En el centro se encontraba una pila bautismal que hacía las veces de fuente. En las esquinas se apilaba la nieve formando montones tan altos como nosotros mismos. Continuaba nevando.
Caminamos por aquella nave y viajamos al pasado, no osamos aventurar de qué habrían sido testigos aquellos recios muros.
En un lateral del claustro existía una capilla, de San Agustín leímos. De planta cuadrada ornada por bellas vidrieras y en el centro de la sala… un sepulcro. En cuanto lo vi, realzado por aquella tenue luz que se filtraba desde arriba, me encandiló, aquella escena me cautivó de tal manera que me propuse dibujarla en cuanto pudiera. Y así fue..
Resultó ser el sepulcro de Sancho VII el Fuerte, y lo de fuerte le venía por su altura y corpulencia. Indagando un poco supimos que era cuñado de Ricardo Corazón de León y que una dolorosa úlcera varicosa en la pierna lo mantuvo recluido en su castillo de Tudela hasta su muerte. Ya no quisimos saber nada más.
Abandonamos el recinto y accedimos a la Real Colegiata de Santa María, lugar de culto, solitario y húmedo donde sonaba un evocador canto gregoriano. Enormes pilares soportaban tres naves sumidas en la más completa oscuridad. Misticismo.
Salimos al exterior, continuaba nevando. Había llegado el momento de volver a Ochagavía. El coche circulaba sin problemas con las cadenas puestas, muy lento, pero avanzaba. Habíamos recorrido menos de un kilómetro cuando caíamos en la cuenta de que a ese ritmo no llegaríamos nunca, y se nos presentó el dilema de quitarle las cadenas o dejárselas puestas. Porque… si más adelante había que colocarlas… ¿por dónde andaría el cámara de La Sexta?
Nos envalentonamos, nos bajamos del coche, “santodios” qué frío, y con todo el dolor de nuestro corazón se las quitamos más pronto que ojú. Clink clink.
Y allí que fuimos los tres más callados que en misa, temerosos, como si de esta forma evitáramos disgustar a las divinidades de estas tierras nevadas. Llegamos a una curva con cierto peralte y se salió el coche de la carretera, no dábamos crédito a lo que acababa de pasar, presurosos salimos afuera y no supimos qué diablos hacer. De la nada surgió una destartalada furgoneta de color blanco y se detuvo, de ella se bajó el corpulento chaval en camiseta que ya conocimos en Roncesvalles, nuestro particular Angel de la Guarda. Nos dio instrucciones precisas, tú… agarra los faldones con las dos manos, nunca la maneta de la puerta, tú… a la parte de delante… empuja, tú… gira la rueda. A la una, a las dos y a las tres… y conseguimos poner el coche otra vez encima del asfalto. Aquello nos pareció pura magia.
Y el chaval se portó con nosotros… nif nif, disculpad, he tenido que dejar de escribir, se me acaban de saltar las lágrimas, es tan fuerte la emoción. Lo que os estaba contando, el chaval se portó con nosotros extraordinariamente, tanto como que circulaba por la carretera delante nuestra manteniendo cierta distancia por si nos debía auxiliar una vez más. Gracias.
El chaval se detuvo en un pequeño pueblo, tocamos claxon, saludos con la mano abierta y seguimos adelante, hacia nuestro destino. Continuaba nevando, el navegador del teléfono nos alertaba de que en nuestro itinerario existían multitud de tramos de color rojo. La cosa se estaba poniendo fea y fuimos realmente conscientes de la situación cuando de repente se resquebrajó un enorme haya por la mitad del tronco y cayó con estrépito en medio de la carretera. Nos sobresaltó de tal manera que hasta botamos en el asiento mientras cerrábamos los ojos.
Una mezcla de hojas, pequeñas ramitas y nieve salpicó el parabrisas, nos miramos los tres y tragamos saliva. Teníamos claro que no podíamos volver por la carretera de montaña que nos había traído hasta aquí, no nos quedó otra que viajar hasta Pamplona.
Hacía un buen rato que la capital de Navarra había quedado atrás, ya no nevaba. La amenaza de tener que colocarle de nuevo las cadenas al coche se había disipado y debo reconocer que nos relejamos. No se nos ocurrió otra cosa que recordar lo bien que habíamos comido el día antes en la sidrería en Ochagavia, que si pimientos del piquillo rellenos con crema de rape y no sé qué otro pescado más, que si revuelto de boletus, que si croquetas…
Dos copos de nieve golpearon el parabrisas, un breve tic nervioso hizo vibrar ligeramente mi párpado derecho y un sonido metálico sacudió nuestra mente: clink clink.
A la altura de Lumbier ya era noche cerrada, cuanto más cerca estábamos del pirineo más nevaba y llegó un momento que el asfalto dejó de ser gris, es más…. dejó de estar, la nieve lo tapaba todo, nadie circulaba por la carretera. Cruzamos varios pueblos fantasmagóricos alumbrados por la amarillenta luz de sus farolas, solitarios.
Noche, frío, nieve. Teníamos que llegar a Ochagavía cuanto antes, la noche se estaba poniendo buena. La única luz era la que proyectaban los faros del coche, curva a la derecha, curva a la izquierda. De buenas a primeras un fogonazo nos encandiló por detrás, nos giramos y allí estaba, un quitanieves que avanzaba inexorable, amenazante.
Estaba cada vez más cerca, mucho más cerca, se nos hizo un nudo en la garganta. No aminoraba la marcha, esas balizas amarillas cual siniestros ojos, sus palas a modos de fauces abiertas como si pretendiera engullirnos y cuando tocó el claxon estrepitosamente pensamos que había cobrado vida propia.
No sin esfuerzo conseguimos dejarla atrás y respiramos tranquilos, incluso esbozamos una sonrisa, nos duró bien poco. No la vimos llegar, surgió tras una curva cerrada de aquella maldita carretera de montaña que discurría por medio del bosque, una vez más se colocó justo detrás con sus fauces abiertas, tan cerca estaba que sentíamos su aliento, de haber tenido fresca la lectura de alguna novela de Stephen King nos lo hubiéramos hecho encima.
Se distanció un poco, y pensamos en lo que se estaría divirtiendo su conductor a costa de nosotros ¿Qué tienes que hacer cuando tienes una imponente máquina quitanieves pisándote lo talones? ¿Te echas a un lado para dejarle sitio? Como todo está cubierto de nieve ¿hacia dónde te apartas? Y de esto estábamos hablando cuando sin darnos cuenta llegamos a Ochagavia.
Aparcado el coche pasó junto a nosotros la quitanieves y el conductor cuando nos vio sonrió y se llevó dos dedos a la frente a modo de saludo ¿no conocéis ese saludo? Sí, hombre, como en la películas americanas cuando dos aviones en vuelo se ponen uno junto al otro, sí, hombre… que el piloto se lleva los dos deditos a la frente, con sus gafas de sol, sonríe y le brilla un diente, pues ese saludo. Nos miramos los tres y le hicimos el mismo gesto.
En ese momento caímos en la cuenta de que el pueblo estaba completamente a oscuras, lo que faltaba para el duro. La copiosa nevada habría tirados cables de electricidad o “sabedios”, lo cierto es que caminamos casi a tientas por las calles solitarias hasta llegar a la casa.
Subimos las escaleras con la ayuda de la luz de los teléfonos. La casa aún mantenía el calor pero no sabíamos si por mucho tiempo y es que afuera hacía un frío de mil demonios. Una llamada de teléfono tiró por tierra nuestra intención de cenar a capa y mantel en la sidrería del pueblo, habían cancelado todas las reservas. A tomar viento los pimientos del piquillo rellenos de crema de rape, el revuelto de boletus, la sidra bien escanciada y el sabroso postre.
Y allí nos vimos los tres, en la casa, sentados a la mesa de aquella cocina de otro tiempo, alumbrados con la temblorosa luz de una vela. Supimos valorar las viandas que habíamos desechado por la mañana. El pan de hacía dos días… uy qué cosa más rica con sus tres lonchitas de salchichón, hay que ver con qué mimo lo cortamos con aquel cuchillo mellado no fuera ser que se desperdiciara cualquier miga. La cerveza de elaboración casera de una marca que no consigo recordar y que compramos en una tienda del pueblo nos supo a gloria. El postre fue apoteósico, unos jugosos dátiles, sin hueso, eso sí, habían recorrido en la mochila toda la península con nosotros y a punto estuvimos de cogerles hasta cariño.
Y sentados, casi a oscuras, en aquella mesa decorada con un mantel a cuadros verdes y vigilados por un eguzkilore clavado en la pared decidimos no contar historias de miedo.
Preferimos hablar de nuestra salida al campo del día anterior. En la oficina de turismo nos lo habían dejado meridianamente claro: “no se os ocurra abandonar las carreteras sin mantenimiento, aquellas por las que no circula la quitanieves”. Las previsiones meteorológicas alertaban de intensas nevadas, se pudiera dar el caso de que al volver al coche no lo hubiéramos encontrado ni llamándolo por su nombre.
Y las previsiones se cumplieron, no dejó de nevar ni por un instante. La subida a la ermita de Muskilda se convirtió en una de esas salidas al campo que ya no olvidaríamos nunca, un agradable paseo bajo una intensa nevada.
Partimos de la parte alta del pueblo, por una calle empedrada desde donde vimos abajo los tejados de la iglesia de San Juan Evangelista. Detrás, la silueta boscosa de las montañas nevadas.
La senda recorría un antiguo camino tradicional jalonado de mojones que señalaban las estaciones del vía crucis. Algunas de ellas situadas en un enclave único y evocador.
Nadie esperaba unas nevadas tan tempranas. A las hayas, que por estas calendas aún no habían perdido sus hojas, las cogió por sorpresa. Las más jóvenes se doblaban como arco de arquero por el peso de la nieve y a las adultas se le desgajaban gruesas ramas, tal es así que entre tanta nieve y troncos caídos erramos varias veces el rumbo.
El ir bien pertrechados nos dio la posibilidad de disfrutar como niños de la intensa nevada, y es que no dejó de nevar ni un solo instante. Solo conseguimos ver dos flores de azafrán, no les presté atención y más tarde supe que se trataba de una especie que no había visto nunca antes. Crocus nudiflorus.
En un claro del bosque nos sorprendió un gato negro que al vernos se agazapó sobre la nieve, resaltaba como una mosca en la sopa, pero allí estaba quieto creyendo que no le habíamos visto, intentando pasar desapercibido. Y cuando pasamos mucho más cerca incluso cerró los ojitos, quedó claro que no sabía que era de color negro, entonces creíamos que se habría criado en un bando de perdices nivales, pobrecito.
La ermita se situaba muy cerca de la cima, no conocíamos el aspecto de este lugar sin nieve pero debo confesaros que estando nevado era impresionante. La visión de la cúpula completamente nevada nos pareció una estampa sacada de una agencia de viajes ofertando un circuito turístico por los Cárpatos.
Y en cuanto pensamos en el afamado vampiro miramos al eguzkilore clavado en la pared. Seguíamos a oscuras y aquella noche nos acostaríamos bien abrigados, de no volver la electricidad la temperatura caería en picado.
Dedicado a Miguel y selu, mis compañeros de andanzas. Sin ellos esta aventura en el pirineo navarro repleta de anécdotas no hubiera sido posible, algunas de ellas han quedado en el tintero, y ahí permanecerán para siempre. Clink clink.
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